Soasti Bros Productions

La calle del pecado. VLADIMIR SOASTI

Cuando despertó en medio de la madrugada, Dima tenía una sensación de pánico que solo había vivido alguna vez de muy niño; cuando estuvo casi a punto de ser aplastado por una estampida, en la procesión del Jesús del Gran Poder en Quito. El corazón estaba a punto de estallarle. Latía tan fuerte que incluso lo podía escuchar como a un tambor viejo y destemplado.

El cuarto donde descansaba Dima no tenía ventanas y en las horas de dormir era tan oscuro que daba igual estar con los ojos abiertos o cerrados. Todo estaba en tinieblas. Inquieto, se acarició la frente. A pesar de que sentía que se quemaba por dentro, al tocarse el pecho sintió que su cuerpo estaba más frío que una piedra abandonada en el invierno. Con temor, Dima no sabía si rezar o levantarse a prender la luz. Recorrer ese corto trayecto le parecía una eternidad.

Afuera, los gatos callejeros, furiosos, expulsaban una sinfonía de maullidos horripilantes, con voces de bebés alargadas y agudas que por momentos parecían estar hablando.

 

Cuando Dima decidió levantarse a prender la luz, el pánico lo abrumó aun más. En el espejo que estaba junto al interruptor, no aparecía su reflejo. Por un instante pensó que estaba muerto y que quien deambulaba era su alma en pena. Aterrado, con fiebre y escalofríos, se movió varias veces, se miró, se pellizcó, se tocó por todas partes y no, no era un mal sueño. Pero en aquel espejo de bordes dorados, heredado de su abuelo, seguía sin aparecer su reflejo.

Aturdido y sin entender, se sentó al filo de la cama con las manos en las rodillas y miró fijamente el crucifijo colgado en la pared. Sintió vergüenza y se tapó el rostro, al borde del llanto y la desesperación, porque le vino a la mente algo; algo que pensó que podía ser la causa de lo que le estaba pasando esa madrugada fría y deprimente.

Su conciencia no lo dejaba tranquilo. Recordó con claridad algo que había hecho y que había visto apenas la noche anterior.

Pero, ¿qué vio Dima?, ¿qué hizo? o ¿qué pasó para que su corazón le atravesara la garganta?

Era exactamente una hora después de la media noche de un frío y vagabundo viernes de invierno. El cielo estaba tan deprimente que hasta la luna parecía no estar de humor como para dejarse ver.

Esa noche, Dima y sus amigos Ángel, Carlos y Vasconcelos, un grupo de perdedores sin futuro, se reunieron como de costumbre en una esquina del barrio para una borracheara más, pero esta vez tenían muchas razones para querer ahogarse en el alcohol.

Ángel era un sujeto flaco y huesudo, de 33 años y sin aspiración alguna, muy inmaduro y con el despecho tatuado en el rostro. Su novia se había ido a Madrid y ya no le enviaba euros para poner un negocio, como algún día se lo había prometido.

Le había bastado con enterarse de que los dos únicos envíos que le había hecho los despilfarró en mujeres y licor (…). En venganza, esa misma noche le dio la noticia, de que tenía una nueva relación con un marroquí.

Sin piedad, le refregó en la cara que lo cambiaba por su nuevo amante porque tenía el miembro viril mucho más grande que él.   Ángel se sintió morir.

Carlos también tenía 33 años, pero aparentaba muchos más por su melena larga y su nariz aguileña. Tenía tres hijos de diferentes mujeres y varias órdenes de captura por no pasarles pensión alimenticia. Pasaba sus días escondido en la casa de su madre, para no ir preso, y se aprovechaba del poco dinero que generaba su jubilación: era un completo vividor.

Vasconcelos, 30 años.  Un sujeto descuidado y sin trabajo. Nadie entendía por qué era gordo si a veces no tenía dinero ni para comer. Solitario, nunca hablaba de su familia. Alquilaba una mediagua en el barrio chico, pero el dueño de casa le había advertido que botaría sus cosas a la calle porque debía nueve meses de arriendo; y así lo había hecho.

Esa noche, unas horas antes de la reunión con los vagos en la esquina, al llegar y ver sus pertenencias amontonadas en medio de la calle se sintió tan humillado que en lugar de recogerlas decidió prenderlas fuego. Dima, por su parte, con casi 38 años era un tipo deprimido y malhumorado. Detestaba su trabajo y su sueldo de miseria se le hacía agua componiendo una moto vieja que le servía para labores de mensajero.  Odiaba ser pobre.

A pesar de todo, el grupo siempre se daba modos para reunirse en la esquina y siempre conseguían recursos para el trago y el vicio.

Ese viernes, entre quejas y renegando de la vida, se emborracharon sin contemplación. Cansados de estar parados en una esquina decidieron ir a La Calle del Pecado, un prostíbulo de mala muerte que estaba literalmente arrinconado en un callejón sin salida.

Adentro, las luces escandalosas se mezclaban con las miradas de borrachos, prostitutas veteranas y alcohol a morir.

Dima pasó toda la noche sentado con una mueca en el rostro, contemplando las risas vulgares y exageradas de varios mamarrachos que se sentían galanes tocando las nalgas de las meretrices.

Miraba y pensaba que los bailes empalagosos y pegados de las damas del amor no eran nada más que provocaciones, con el objetivo de que su sensualidad escurriera los bolsillos de tanto enfermo morboso.

Mientras tomaba su cerveza, miró cómo Ángel, Carlos y Vasconcelos, tomados de la mano de varias prostitutas, iban a follar en el segundo piso de aquellos podridos cuartos con olor a látex.

A Dima jamás le agradó la idea de follarse a una puta. Una vez, de jovenzuelo, lo intentó de pura curiosidad, pero no pudo. Bastó con que aquella dama que había escogido le ofreciera colocarle un preservativo amarillento y pálido. No se inmutó y la asesinó con fría indiferencia.

El tiempo avanzaba en La calle del pecado entre sexo, jarras de cervezas baratas y música de prostíbulo a todo volumen. Fue ahí cuando Dima empezó a sentir que alguien lo miraba, que alguien le respiraba en la nuca, pero al voltear no vio a nadie.

Dima escarbó sus bolsillos en busca de monedas para una jarra de cerveza más, pero su dinero había desaparecido. Dima, Ángel, Carlos y Vasconcelos nuevamente se habían quedado sin un centavo. A Dima le entró una sensación de rabia. Se sintió miserable, fracasado y pobre.

Llegaron las 2:45 de la madrugada y los guardias de La calle del pecado ordenaron a la gente desalojar. Todos salieron sin resistencia. Ya no había trago, ya no había plata.

Al regresar, Ángel, Carlos y Vasconcelos, ebrios, entre risas y empujones, se adelantaron en el camino compartiendo el último cigarrillo que agonizaba en sus manos; mientras Dima se detenía a orinar en una pared llena de grafitis.

Dieron las 3:00 en punto de la madrugada y Dima, con la cabeza agachada, los ojos clavados en el chorro color de sol, y con la mente en blanco, empezó a sentir una brisa helada que se le metía en los huesos.

Levantó la vista y vio a un hombre acercarse, a la distancia. Vestía un elegante traje negro. Venía completamente solo, era alto y corpulento, de piel mestiza y tenía una belleza física particular que parecía estar caminando en el aire.

El hombre atravesó a Ángel, Carlos y Vasconcelos, que cada vez se alejaban más, pero ellos ni siquiera lo vieron pasar. Dima caminó en dirección al hombre y el hombre alto caminó en dirección a Dima.

Se toparon frente a frente. El hombre miró a Dima y en silencio eréctil le sonrió.

Dima concentró su mirada en los zapatos puntiagudos y de piel de serpiente. Alzó la mirada hacia el rostro del hombre.

Al verlo, tuvo la sensación de estar parado desnudo dentro de un congelador. El hombre le sonrió nuevamente, abrió su leva y de su bolsillo interior desenfundó un paquete grueso de billetes.

Al ver el dinero, Dima sintió su cuerpo lleno de un calor agradable. El hombre regresó los billetes a su bolsillo y sin hablar siguió su camino.

Dima aceleró el paso para alcanzar a sus amigos. Les preguntó si habían visto al sujeto que había pasado junto a ellos; respondieron que no.

El hombre se había desvanecido. Era imposible que hubiera girado en alguna esquina o que hubiera entrado en algún sitio.

Al explicarles lo que había visto, todos sintieron una energía extraña.

Regresaron tratando de encontrar al hombre, pero no lo ubicaron.  Fue entonces cuando Dima decidió que él también era capaz de reunir esa misma cantidad de dinero en esa misma noche, y había una sola forma de conseguirlo.

Esa madrugada todo parecía normal, pero ya no lo era. El grupo hizo parar un taxi. Dima se subió junto al conductor y los vagabundos subieron atrás.

Después, emprendieron el camino. Dima indicó al taxista, un señor humilde que parecía tener algo más de 50 años, que tomara a la izquierda, subiendo por una larga y empinada calle adoquinada.

Cuando el hombre bajó la velocidad para realizar la curva, Dima sutilmente acercó su mano a su rostro y le roció gas pimenta en el borde de sus ojos. El conductor frenó abruptamente.

Dima empuñó una manopla que solía llevar escondida y lo golpeó en la cabeza. Atrás, los vagos hicieron lo suyo. Ángel se había sacado el cinturón y salvajemente enganchó el cuello del chofer como si fuera un animal, halando con fuerza hacia atrás.

Carlos tenía un cuchillo con el que le picaba las piernas para que no se le ocurriera resistirse. Vasconcelos simplemente espiaba vigilando a todos lados. 

Dima, con ambición, hurgó los bolsillos del chofer y todos los rincones donde el conductor podía haber guardado su dinero. Tratando de evitar la asfixia con una mano y con la otra apuntando al tapete que cubría el tablero delantero del auto, el conductor le indicó a Dima un compartimiento secreto.

Al alzar el tapete colorido, tejido a mano, Dima encontró lo que tanto buscaba codiciosamente, dinero, mucho dinero.

Dima salió del auto y junto a los vagos emprendieron el escape como todos unos canallas cobardes. Se perdieron en la oscuridad.

Al llegar a su guarida, en la misma esquina del barrio donde habían empezado su noche, se repartieron el dinero, pero ya las ganas de seguir jodiendo vida a todos se les había quitado. Le habían robado el pan del día a un pobre hombre que había estado trabajando dieciséis horas sin parar.

Después de esa canallada, cada uno se fue con el dinero asqueroso producto del robo y de la humillación.

Y era eso, precisamente, lo que atormentaba a Dima cuando despertó sudando de pánico aquella madrugada donde no lograba ver su reflejo en el espejo.

Al intentar mirarse nuevamente, el espejo reflejó en su lugar a aquel hombre elegante de traje oscuro que vio al salir de La calle del pecado. Supo entonces que había conocido al mismísimo Lucifer.

Al mirarlo fijamente, sintió que la muerte se le acostaba encima.  Su corazón seguía latiendo fuertemente. Tenía tanto terror que se sentía como un pericote arrinconado, a punto de ser molido a palos.

Arrepentido y gritando en silencio, se tiró en la cama en posición fetal y se tapó los oídos con desespero. Los gatos callejeros, toda la noche, no pararon de hablar. 

FIN

La calle del pecado

HISTORIA ORIGINAL

Vladimir Soasti

ILUSTRACIONES

Larry Flores.

EDICIÓN

Pilar Domingo

Alejandra Duque

Soasti Bros Productions 2020